miércoles, 6 de abril de 2011

... que para eso hay que estar borracho.

        Erase una vez que se era la caricia fría de una botella, y los labios que la violaban, una lengua quemada, y el alcohol que cauteriza las heridas, esas que a veces sangran los recuerdos. Erase una vez que se beba lo que se beba no se olvida el perfume de su voz, o los insultos de sus ojos, lanzados en cada pesadilla, enterrados ya bajo un viejo colchón.
        Había una vez, en un reino no muy lejano, una puta, princesa a la que llamaron Desesperación, que sin estar dormida, ni atrapada en su propio torreón, muchos la intentaron rescatar; con palabras en vez de espada, con besos que no salvaban, sino que los hacían presos, a mereced de sus deseos. Deseos que no es posible que pueda albergar ningún pobre corazón.
         Y volviendo con aquella botella, os contaré lo que no le pude contar a ella, y es que ya me lo avisaron las farolas con las que mantuve la primera discusión: que era inútil emborracharse a la salud de los olvidadizos, que ellos no agradecen esos gestos, que apenas tienen tiempo para preguntarse el por qué y el por qué no, de esto o de aquello.
        Así que ahora brindo por las aceras que me echen de menos, que yo de ellas sí me acuerdo, y también por esas prisas que me hicieron escapar, cargado con los bártulos que no necesitaba mi cerebro; así que no esperes ya un beso de buenas noches, que no me queda ninguno de esos, ni más historias que lleven tu nombre, corto y capicúa, con final en el principio, el principio de lo que parecieron un millón de noches.
        Y colorín colorado, este cuento sin final, que para eso hay que estar borracho.
 
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